Mientras el Ecuador amenazaba con resquebrajarse, hay recuerdos que nos unen. También hay cifras que nos separan y que el boom petrolero nunca pudo zanjar.
A pequeña escala, la explotación del oro negro inició en Santa Elena, precisamente en Ancón (1911) y luego, con un anuncio por televisión en 1972, se veía desfilar el primer barril de petróleo de la Amazonía como un gran presagio para los años venideros. No sucedió.
El índice que normalmente ha subido y bajado es el de la desigualdad social. En marzo del 2022, el diario digital Primicias lo anunciaba: ‘Ecuador se convirtió en el tercer país más desigual de América Latina’. La noticia se basa en lo que arroja el coeficiente de Gini, que es un indicador que mide la disparidad económica. El mismo titular se repetía en noviembre de 2010 en diario El Espectador: ‘Ecuador es el tercer país más desigual de América Latina’. Hay antecedentes.
Esta no ha sido la única vara que nos ha medido. Unicef hizo lo propio con un informe para analizar la situación económica tras la pandemia de COVID-19. Solo de marzo a diciembre de 2020, se contabilizaron 1.4 millones de personas más en pobreza extrema. Y en ese mismo periodo, 1.8 millones de ecuatorianos se sumaron a la situación de pobreza. Esto, para contextualizar un poco.
Pero si cada uno hurgara en su memoria, seguro se toparía con más de una sensación de tranquilidad cuando visitó la serranía del país o la planicie arrocera de la Costa, verdísima o amarillenta. O al pasar bajo las faldas de los imponentes volcanes del Cotopaxi, Tungurahua y Chimborazo a lo largo de la carretera.
Sí, esas carreteras que por tantos días se mantuvieron parchadas, bloqueadas, incendiadas. ¿Nos merecemos esta profunda crisis? ¿Qué hicimos para llegar a esto? ¿Cómo reponernos?
Nosotros apelamos a la memoria. Este breve recuerdo le pertenece a Mabel Cobo y es un poquito de lo mucho que compartimos indígenas y mestizos en Ecuador, que desde su Constitución de 1998, se proclama plurinacional.
Esta historia tuvo lugar hace aproximadamente 28 años…
Mi tío más querido llega a mi casa y nos dice que lo invitaron a un bautizo y que él era el padrino. La invitación era en Mulaló – Cotopaxi, y se extendía también a mi familia.
Era todo un acontecimiento. No recuerdo rostros ni nombres. Lo que sí tengo intacta es esa sensación de bienvenida que sentí. Personas que nunca antes había visto nos recibían con un sonante: “Buenas tardes compadrito, buenas tardes comadrita”, así nos saludaron a todos, grandes y chicos.
También recuerdo la misa, tan taaan larga. Duró cerca de dos horas y sentía demasiado frío. Al salir fuimos al festejo, una casa pequeñita, con piso de tierra, unas ventanas diminutas que me llamaron la atención, sillas de plástico, algunos posters pegados en las paredes y siempre ese frío que se cuela. La comida era abundante: sopa de gallina y luego unos grandes platos con granos, mellocos, habas y cuy. Era niña y pensaba en la generosidad de esas personas, que en su evidente pobreza, compartían alimentos y alegría.
Ese día invitaron a mi tío y mi papá a cosechar papas. Ellos trabajaron desde muy temprano y regresaron con sacos de papas y mucho cansancio. Nos contaron el trabajo tan duro del campo bajo el sol y al caer la tarde el frío que llega hasta los huesos. La pobreza persiste.
Hasta ahora no sé cómo surgió aquella relación entre mi tío y su compadrito. La vida es fugaz y para este relato ya no están en este mundo ni mi padre ni mi tío.





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